sábado, 7 de julio de 2012

Ciudades fantásticas (Las sietes ciudades de Cibola)

Las siete ciudades de Cibola

Daniel A. Sánchez-Rodas Navarro


El verano del año del Señor de 1539 parecía extremadamente caluroso y seco. Pero  Fray Marcos de Niza pensó que en aquellas tierras  norteñas del Virreinato de Nueva España, los veranos, en el fondo, siempre eran así. 
Hacía ya más de dos meses que habían salido de Ciudad de México, en aquella expedición que prometía gloria y ganancias. Hacía varios días que habían dejado atrás el último puesto fronterizo  y se adentraban en tierra desconocida, infestada de indios, en busca de aquellas ciudades de ensueño. Las siete ciudades de Cibola. El mero sonido de ese nombre, hacía pensar en riquezas sin fin. Allí en el norte tenían que estar, quien sabe a cuanta distancia todavía.
La realidad es que los días pasaban, los soldados se desesperaban, los enviados del Virrey se mostraban cautos y desconfiaban. Y de las ciudades de Cibola no se sabía nada.
Todo dependía de un solo hombre, Estebanico el Negro. El esclavo africano había participado años atrás con Alvar Nuñez Cabeza de Vaca en aquella triste expedición que naufragó en La Florida, desbaratada por el hambre y los ataques de los indios. Estebanico era uno de los pocos que había sobrevivido y había podido regresar a México para contar sus aventuras. Porque además de las enormes desgracias y penalidades sufridas, el esclavo también había contado historias maravillosas. Y gracias a una de ellas, toda una expedición de castellanos avanzaba ahora por el desierto inhóspito en busca de riquezas sin fin.
Fray Marcos guiaba la nueva expedición y Estebanico formaba parte de ella. Todos los días se adelantaba el africano a caballo con unos cuantos hombres para ir explorando el terreno e informar al grueso de las tropas. Pero las semanas pasaban, y solo había aquel desierto interminable de tierras rojas, de grandes cañones majestuosos, de paisajes bellos y terribles extendiéndose hasta el horizonte, que parecían no acabar nunca bajo un sol implacable.
Día tras día  preguntaba Fray Marco por las ciudades de Cibola, y siempre contestaba Estebanico con vaguedades, mostrando indicios poco claros, conversaciones incompletas con los indios que se encontraban por el camino y que decían que las ciudades estaban siempre más allá, siempre un poco más lejos.
Aquel día fue distinto a los demás. Los soldados se quejaban más de lo normal, había rumores de amotinarse. Fray Marcos notaba que estaba en una encrucijada. O llegaban ya a su destino, o tendrían que volverse con las manos vacías.  Así que cuando llegó Estebanico al atardecer la conversación fue tensa.
- Estebanico, llevas días diciendo que casi hemos llegado, que son solo unas leguas más…- la voz del fraile era seca y dura.
El esclavo sonrió con esa cara pícara de todos los infieles.
- Y es cierto, ya casi hemos llegado.
- ¡No me hagas enfadar más, o te juro que te hago azotar hasta que digas las verdad! Ya no creo en esas historias maravillosas que te contaron los indios años atrás. Todo esto es una locura, y si no volvemos ahora, todo puede acabar en desastre. Incluso si volvemos, vivos, pero con las manos vacías, todo habrá sido en vano. Yo he empeñado mi honra y mi nombre en encontrar esas ciudades, y si vuelvo sin nada, caeré en el mayor de los descréditos. ¡Tengo que encontrar algo, lo que sea!
- Pero si es que ya hemos llegado, Fray Marcos- dijo Estebanico con naturalidad.
El fraile lo miró con desconfianza. Estos infieles, pensó, hijos de Satanás,  eran capaces de cualquier cosa, de mentir sin sentir remordimientos. Sí, se les bautizaba, pero en la intimidad seguían adorando al falso dios de Mahoma. Sí por el fuera, habría que quemar a todos aquellos herejes encubiertos.
 - ¿Hemos llegado?- dijo poco convencido.
- Si, padre- dijo Estebanico sin perder esa sonrisa extraña-,  venid conmigo y veréis la primera de las siete ciudades de Cibola.
Los dos hombres partieron a caballo. Todavía quedaban un par de horas de luz. Cabalgaron en silencio, uno al lado del otro, hacia el este, por una llanura que iba ascendiendo lentamente, hasta formar un gran mirador. Cuando llegaron al borde del precipicio,  el sol estaba a punto de ponerse. Ante ellos se extendía un gran cañon, y al otro lado, en la distancia, se intuía algo. Pero apenas podían escudriñar aquello que se suponía habían encontrado. Miraban de frente al sol, y todo estaba borroso porque sus rayos  les daba de lleno en los ojos.
- Esa es la primera de las siete ciudades de Cíbola- dijo resueltamente Estebanico.
El fraile intentó mirar fijamente, pero la distancia que les separaba era enorme. Sí, parecía que allí había un poblado, pero a él no le parecía una gran ciudad llena de lujo.
- ¿Eso que se ve allí, seguro?- preguntó incrédulo.
- Si, padre, es allí.
- ¿Has estado dentro de la ciudad hoy?- preguntó ansioso.
- No, no he estado.
-¡Entonces como sabes que es la ciudad que buscamos!- gritó irritado Fray Marcos.
- Había soldados en la entrada de la ciudad y no me dejaron entrar. Es una ciudad muy bien guarnecida…
El monje miraba incrédulo. Su mente solo veía unas cuantas casuchas distantes, pero su imaginación quería ver mucho más. El sol bañaba de amarillo los tejados de las casas tan lejanas. ¿Eran amarillos por el reflejo de sol, o es que acaso estaban cubiertos de oro? Si, tenía que ser eso, todo estaba cubierto de oro…
- ¿Qué te dijeron los indios que guardaban la entrada?
- Me dijeron que la ciudad era riquísima, tanto que no sabían que hacer con el oro. De hecho, los ladrillos de las casas no son de barro, sino de oro, al igual que las tejas de los tejados.
El fraile asintió, ansioso. Sí, era oro, tenía que ser oro todo lo que veía.
- ¿Y que más te dijeron?
- Los guardianes me indicaron que las calles son rectas, pero que no están empedradas con cantos como en nuestras ciudades, sino con turquesas. Porque allí tienen tantas, que ya no saben que hacer con ellas. Los niños juegan con ellas, y los habitantes les encanta pisar ese suelo de color azul verdoso.  Como no conocen el hierro, todos los utensilios de la ciudad son de plata, desde las lanzas de los indios que yo mismo he visto, como los cubos para sacar agua de los pozos o cualquier herramienta. Es además una ciudad muy hermosa al parecer, llena de fuentes de agua fresca por todas partes, que riegan jardines que florecen todo el año. En el centro de la ciudad está el palacio del rey, el edifico más magnífico de toda la ciudad. Sus muros de oro sólido tienen una vara de espesor, con un torreón en cada esquina. Brilla bajo el sol más que ninguna otra casa de toda la ciudad, porque  los muros tiene engastados todo tipo de piedras preciosas; diamantes, esmeraldas, granates, lapislázuli, ágatas….Sus habitantes visten ropas de seda, y se ponen abalorios de conchas marinas,  que para ellos son muy preciadas. Pero nunca joyas de oro o plata, tan abundantes que no los valoran y consideran indignos para adornarse con ellos.
El fraile asentía a todo lo que decía el esclavo negro. Sí, tenía que ser verdad. Las leyenda era cierta, y él era su descubridor. Su mente empezó a llenarse de la fama y la gloría que le esperaban.
- Mañana atacaremos y tomaremos la ciudad- dijo resueltamente.
- Pero, Fray Marcos, eso es imposible….
- ¿Por qué dices eso, insensato?- le amonestó el fraile.
- Porque he visto a sus soldados, y son muchísimo más numerosos que los nuestros. Si atacamos ahora lo más seguro es que muramos todos. Sería mejor volver a Ciudad de México, y regresar aquí con muchos más soldados. Pensad además que esta es solo la primera de las siete ciudades, y que según me han dicho los indios, las otras son todavía más grandes, poderosas y ricas. Lo más prudente sería volver.
El fraile se debatió en su interior. Quizás sus ojos le engañaban, y bajo el sol cegador de poniente no era capaz de ver en toda su plenitud todas las maravillas que decía Estebanico. Siempre que el esclavo dijera la verdad…,pero sí, tenía que ser verdad. Había que volver con más soldados, muchos más.
Fray Marcos cogió dos palos largos, e hizo una cruz con ellos atándolos con una cuerda. La puso en el suelo y la afianzó colocándole piedras alrededor. Luego con voz solemne dijo:
- Tomo posesión de estas tierras, con todas las ciudades y riquezas que contienen, para mayor gloria de Dios, en nombre de Su Católica Majestad Carlos I de España.
Después se montó a caballo, eufórico, dispuesto a volver  cuanto antes a Ciudad de México a contarle al Virrey la  gran noticia.
Con el sol ya puesto, Estebanico le siguió todo el camino de vuelta al campamento sin decir nada más. Su sonrisa era de una profunda satisfacción, y más irónica que nunca.



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