sábado, 14 de julio de 2012

Mujer en la Ciudad sitiada

Las casas de una sola planta, alargadas como salamanquesas blancas acostadas en la arena, unas encima de otras, retorciéndose con curvaturas suaves tanto en las fachadas como en los tejados, formaban la zona más exterior de la ciudad. Imaginó las calles que no podía ver desde su posición. Ninguna recta, ni una sola esquina ortogonal. Cemento bajo los pies de los habitantes, sin necesidad de aceras, no se veían carros ni coches en aquellos barrios. No era capaz de distinguir los volúmenes que pertenecían a cada vivienda. Parecían compartir zonas comunes. Dos ahora, tres más a la derecha, incluso hasta diez o doce parecían confluir en un mismo volumen cuyo tejado se elevaba ligeramente por encima del resto. Las pequeñas ventanas de las fachadas que veía podrían ser así en todas las orientaciones o solo en aquellas que miraban al sur. El barrio se hundía al alejarse de su vista. El terreno alcanzaba en unas cinco o seis manzanas su punto más alto y después volvía a bajar, ocultándole la anchura real de ese extraño cinturón urbano. Aparecían, asomándose desde la parte baja de detrás, las ramas más altas de las copas de algunos árboles que dejaban ver a su través, a lo lejos, edificios grises, de más altura, escondidos detrás de una bruma que no había desparecido en los cuatro días que ya duraba el sitio.

A aquella hora le era más sencillo estudiar la estructura urbana. El calor mantenía a los habitantes dentro de sus frescas casas con lo que no le distraían de lo realmente importante. Era fácil dejarse llevar por su imaginación, desentrañando las vidas observadas desde lejos, sin que lo supiesen. Apareció en su catalejo una mujer que andaba cargando con paquetes por una de aquellas calles, desapareciendo tras las casas, volviendo a mostrarse en su paseo al llegar a la altura de una calle que se alineaba con su punto de vista, para volver a ponerse a salvo de su inopinado observador. ¿De dónde venía? ¿A dónde se dirigía? ¿Qué había en el interior de aquellos paquetes?

La mujer caminaba con la cabeza alzada dejando ver un cuello esbelto, con una curiosa expresión de sufrimiento y altivez.  Caminaba paralela a la línea que formaban las casa más altas. Paró, se rebuscó en su bolsillo y sacó un trozo de papel doblado cuatro veces que desplegó. Lo sujetó con las dos manos a la altura de su pecho y lo leyó. Sin mover los brazos levantó la vista y comenzó a mirar encima de las puertas; seguro que busca un número, pensó. Volvió a mirar hacia delante, guardó el papel, recogió los paquetes y continuó andando. La siguiente vez que volvió a verla fue a través de una de las pequeñas ventanas de las casas cercanas. Llamó su atención al abrirse, enfocó con su catalejo y pudo distinguirla en la penumbra del interior. Ahora llevaba el pelo recogido en la nuca. Se había despojado del guardapolvo que llevaba en la calle, se refrescaba. Había llegado a una casa en la que se iba a quedar. Aquí hay una historia. Eso era lo que pasaba por su cabeza cuando su lugarteniente lo sacó de sus pensamientos.

-Señor. Han llegado órdenes del estado mayor.

Cogió una carta sellada que le ofrecía con el brazo extendido. Aquello de la guerra no era para él.

“Diez días más de sitio. Defensas de la ciudad bien organizadas en la zona norte. Calles ortogonales y edificios altos. Barrios muy populosos. Industrias en aparente abandono al norte del río, a mano de nuestro ejército. La ciudad está en la orilla sur.”

Se alegró.

Doblemente.

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