jueves, 14 de junio de 2012

EL VUELO (30 abril 2012)

           Con el estruendo de aquel portazo doloroso, desperté de las pocas horas de descanso que tuve tras tan terrible pesadilla. Mientras lograba abrir levemente los ojos, luchando contra la pesadez de unos párpados, que quizás ni existían, iba recordando: un puñetazo en la mejilla, un insulto, un cate en la cabeza, un jalón del pelo, un empujón, cayendo al suelo, voces, ruido de objetos que se rompían, una patada en el estómago y una mirada de desprecio. Abrí por fin los ojos y una vez más desperté convertida en un monstruoso insecto. Estaba en mi cama. Intenté moverme. No podía. Observé lentamente mi cuerpo. Parecía un amasijo de carne embutida. No tenía pies, ni piernas; no tenía manos, ni brazos; no distinguía el vientre del pecho; no lo veía, pero estaba segura de que no tenía cuello, ni cabeza. Era un amasijo de carne embutida, un gusano rastrero, un enorme gusano rastrero. No valía. El color de mi nueva piel era gris, verde, violeta, a veces rojo, amarillento, negro. Olía a sudor y a sangre, a podredumbre, a insecto.
            Después de una hora seguía allí, mirando al techo. Cualquier intención o esfuerzo por moverme resultaba un fracaso. Mi cuerpo no me respondía. Quizás porque pensase en mover mi pierna derecha o mis brazos, que no existían.
            De pronto se escuchó un ruido. Lo identifiqué claramente. Era el sonido del ascensor, que paraba en mi planta y se abría (Tinn.-----Diiiiiiiiin------Diiiiiiin), y se cerraba. Mi cuerpo se estremeció y se arrugó. Conseguí moverme, pero no por voluntad propia, de manera razonada y libre, sino por instinto. Tenía miedo, temblaba. Como tiembla la mano del señor Thomson, que padece Parkinson, sin poderlo evitar. Temblaba y me encogía. Como si pudiera esconderme en mí misma. Al cabo, se escuchó la puerta de Enríquez, el vecino. Y me estiré. Nadie venía a verme.
            Viendo como funcionaba la blandura de mi nuevo cuerpo, fui arrastrándome hacia el filo de la cama y dejé caer uno de sus extremos. Cayó flácido y enseguida atrajo al resto y se encogió. Tras de mí dejé un camino de babas inmundas y pringosas. Quería llegar al baño de la habitación. Continué arrastrándome. Me dolía todo ese cuerpo. Cuando por fin llegué al baño, pude observarme en el espejo. Era un gusano, un insecto, no valía más que para que me pisaran, me exterminaran, me odiaran y gritaran al verme. Daba asco. Y aunque pudiera despertar terror, estaba aterrorizada. Caí al suelo, me doblé sobre mí misma de dolor, me retorcía, me encogía y estiraba con espasmos. Ya no veía. Una nube blanca me envolvió durante un tiempo y me desmayé. Soñé con un espacio abierto, lleno de colores y fragancias suaves, un olor dulce y un sabor cálido. No recuerdo cuánto tiempo estuve así. No recuerdo nada más de aquel día. Ahora vago por ese espacio abierto, lleno de colores y aromas dulces, y aunque tuve miedo, ya no lo tengo. Los muertos solo son mariposas.

2 comentarios:

  1. Cuando escribí este relato, pensaba en una mujer maltratada que finalmente muere. Y la muerte aquí se ve como algo positivo, como una simple transformación. Como el gusano se convierte en mariposa.

    ResponderEliminar
  2. La verdad es que fue sobrecogedor escucharlo cuando lo leíste. Es muy crudo a pesar de lo metafórico. Te revuelve por dentro y por momentos hace que se sienta uno mal... En resumen, está muy bien. Consigues tu objetivo.

    ResponderEliminar